LIDERAZGO JUVENIL

LO HERMOSO DEL DECIERTO.El día en que la crisis termina y el cielo se depeja podemos comprender que aquello que nos parecía tan difícil se transformó en un lugar de bendición.

El viento soplaba sin piedad sobre la cima del monte. La figura de Abraham se recortaba sobre el horizonte casi suspendido sobre su bastón arqueado. Acaba de arribar a lo más alto de Moriah, y se siente fatigado.El patriarca comienza a sentir que finalmente Dios no intervendrá. Que no llegará a tiempo, no está entre sus planes ayudarlo a salir de esta crisis. Pero también está consciente de que es hora de construir el altar. El hombre se hará cargo de las piedras más grandes y el muchacho de las más pequeñas. Mientras hace el último esfuerzo por levantar cada roca, siente que Dios está más lejos que de costumbre. Que el Creador ha decidido ignorarlo arbitrariamente. Tiene la amarga sensación de sentirse solo en medio de la nada.

También cree que ya es hora de decírselo al muchacho. Durante tres días ha estado meditando cuáles podrían ser las palabras correctas. Cómo decirle a la razón de su vida que debe asesinarlo, y lo que es mucho peor, en nombre de Dios.

– Isaac, ven aquí, tenemos que hablar... –dice, como interrumpiendo sus propios pensamientos que no le han dado tregua.

El muchacho es inteligente y sagaz. Sabe que algo anda mal, y le parece sospechar de qué se trata.

– No tienes nada que decirme, papá – dice– sé lo que vas a decirme, y puedes contar con que lo entenderé.

¿Querías ver un hombre asombrado? Aquí lo tienes.

– ¿Quieres decir que todo el tiempo sabías lo que estaba ocurriendo? – pregunta el incrédulo Abraham.

– Por supuesto. Aun cuando intentabas hacerme ver que tenías todo bajo control, yo sabía que algo no estaba bien. Sé que te olvidaste el cordero, y pensabas que Dios iba a proveerlo. Pero no tienes de qué preocuparte, puedo bajar y regresar por uno.
Abraham cree que la vida le está haciendo una broma de mal gusto.

– No se trata de un problema de mala memoria. No podría olvidarme del cordero. Tú sabes que siempre he tratado de tener todas las respuestas, pero no creo que vayas a comprender lo que tengo que decirte.

El muchacho está petrificado. Nunca ha visto a su papá tan serio y preocupado.

Abraham abre su boca, pero no logra encontrar las palabras adecuadas. De todos modos, el muchacho ya leyó los ojos de su padre. No hacen falta las palabras.

– ¿Vas... a… sacrificarme a mí? –pregunta con la voz entrecortada.

El hombre asiente con un ligero movimiento de cabeza.

Ahora se funden en un silencioso abrazo. Esto acaba de conmover los cielos.


Miguel está desesperado y ansioso. Mientras tanto, Dios sigue observando con detenimiento.

– Déjame bajar – implora Miguel– ¡Va a matar a su hijo!

– Aun no – dice el Señor– sé cuál es el límite de mi siervo, estoy seguro de que podrá soportar un poco más.

Abraham sabe que el muchacho no se resistirá al sacrificio. Así que saca una soga y le pide a Isaac que junte sus muñecas y tobillos. El niño obedece, mientras solloza casi en silencio. Abraham no la está pasando nada bien maniatando a su hijo.
Ahora sí hay una gran revolución en el cielo. Unos tres mil ángeles contemplan el patético cuadro en el solitario monte Moriah.

– ¿No sería conveniente que baje? –pregunta Miguel mientras hace el ademán de querer descender. Dios levanta su mano y le dice:

– Aún no. Mi siervo puede soportar un tanto más. Sé que puedo confiar en él.
Isaac ya está atado, y ahora su padre lo carga como si fuese un bebé y lo deposita en el altar. El niño no ha parado de llorar amargamente. No quiere morir.

– Hijo, si deseas decirme algo, creo que este es el momento –dice el patriarca.

Siempre tuve dudas de cuáles pudieron ser aquellas últimas palabras del muchacho.

– Solo hubiese preferido que me lo dijeras cuando salíamos de casa. No me despedí de mamá como habría querido. Apenas le di un beso… y la extraño mucho.

Las palabras de su hijo terminan por quebrar al hombre. Ya no puede fingir que todo está bajo control.

Ya en ese momento unos siete mil ochocientos ángeles contemplan la escena. Pocas veces el cielo estuvo tan conmocionado. Miguel está asustado.

– Va a matarlo – dice–, sé que lo hará y no podré llegar a tiempo.

– Llegarás –responde suavemente el Señor.

Abraham siente que una parte de él también ha de morir junto con el muchacho. Considera que hubiese sido mejor no haber conocido al muchacho.

– ¡Papá! ¡Tengo algo que decirte! –implora desesperado–. Vas a matarme y aún no hemos adorado. Prometiste que adoraríamos.
Se nota que es inmaduro y que la vida no tuvo tiempo de enseñarle cuándo es que alguien debe cantar. Uno suele cantar en el servicio de los domingos, no luego de enterarse los resultados negativos de un examen médico, o cuando una enfermedad sigue latente o cuando las deudas lo arrastran a la quiebra.

Abraham no quiere cantar, no tiene ganas. No hay ánimo para celebración, pero aún así, sabe que no puede negarle un último deseo a su hijo.

En la Tierra nunca sabremos qué canción entonaron, pero siempre imaginé que, de haberlo sabido, habrían elegido el himno Cuán grande es Él.
La voz del niño comienza a fundirse con la de su padre.
Dios está sonriendo.

– Escuchen –dice–. Este era el propósito de la crisis. Qué diferente suena a muchas canciones huecas y religiosas del domingo.

El murmullo de los ángeles ha cesado por completo.

La prueba tenía su fecha de vencimiento. Había una hora, un momento y lugar en los que debía finalizar la crisis. Era exactamente cuando comenzaron a cantar.

Sé que lo has oído decenas de veces. Me refiero a la idea de alabar en medio de la angustia. Al igual que Abraham, no sospechabas que cuando lo haces en medio de la noche más oscura de tu alma, tienes al mejor público que un artista jamás ha soñado: al mismísimo Dios y millares de ángeles.

Abraham se despide del chico con un beso en la frente.

Es entonces cuando Dios le dice a Miguel que detenga la muerte del pequeño. Miguel comienza descender a la velocidad de la luz.

Abraham levanta el cuchillo mientras que Isaac cierra los ojos para no ver el impacto. Justo cuando todo el monte oye el grito de un ángel.

El patriarca detiene el puñal apenas unos pocos milímetros antes del pecho de su hijo.

– Tengo un mensaje de Dios, no tienes que matarlo. Él dijo que conoce que lo temes, porque no le has negado a tu único hijo.

El hombre desata al niño que, confusamente, llora y ríe a la vez.

Y la potente voz del cielo vuelve a oírse. Pero esta vez es el Amigo. Le habla de multiplicación y de bendiciones.
– Tus hijos serán como la arena que se encuentra a la orilla del mar.

No cualquier arena. No está hablando de esos granos desérticos y pedregosos del solitario desierto de la prueba, sino de aquella arena húmeda en la que podrá recostarse tranquilamente a descansar.

Mientras abraza su hijo, Abraham vuelve a llorar. Pero estas son lágrimas distintas. Ya no hay dolor en el corazón del viejo patriarca. Son lágrimas de quien ha terminado una crisis y recibe en mano su diploma de honor.

Tomado del libro: Las arenas del alma de Editorial Vida




El fuerte





En la vieja Argentina de los setenta la gran mayoría pertenecíamos a la clase obrera. Los más afortunados podían irse de vacaciones a la costa, las sierras o a las cataratas. Los más pobres nos conformábamos con quedarnos en casa. Lo que jamás se me hubiese cruzado por la cabeza, es que aquel verano del 77 un pequeño incidente me iba a cambiar la vida para siempre.

Era el primer día de regreso a clases, a principios de Marzo. Y la maestra insistió con el mismo método pedagógico que venía usando desde el primer grado: preguntarle a cada alumno a dónde habían pasado sus vacaciones. Uno a uno iban levantando la mano y diciendo en voz alta los lugares que habían visitado. Y la inmensa mayoría tenía una historia que contar. Las montañas. El mar. La carpa junto al río. La nieve en algún lugar remoto.

Fue entonces que me cansé de ser pobre, supongo. O de no haber podido ir a ninguna parte, casi nunca.

-Yo no fui a ningún lado, porque no quise –confesé con la mano alzada.

-¿Cómo que no quisiste? –replicó la maestra.

-Si, porque mi papá me dijo que podía elegir: o íbamos a algún lugar de vacaciones o me construía un fuerte.

-¿Un fuerte? ¿Cómo que un fuerte? –contestó.

A esta altura me había ganado la atención de toda la clase. Fue la primera vez que sentía que yo era por fin, importante para los demás, y dejaba de ser el alumno invisible de siempre.

Obviamente, lo del fuerte era mentira, pero por alguna razón sentía que se me había ocurrido una buena idea para no ser menos que los demás. Era justo que por

esta vez, me tocara a mí ser el centro de las miradas y los comentarios.

-Un fuerte de verdad –agregué- un fuerte como tienen los soldados en las películas, con troncos alrededor, con un mangrullo para ver los indios de lejos, con armas, con una bandera…me lo hizo mi papá al fondo de mi casa porque el es carpintero.

-Qué bueno. Con semejante regalo es lógico que no hayas querido irte de vacaciones- finalizó la maestra.

En el recreo me rodearon casi todos los compañeros pidiéndome detalles. Y como ya no me sentía avergonzado de no haberme ido de vacaciones, no escatimé en agregarle lo que se me ocurría a la virtual construcción del fondo de mi casa. Dije que era inmenso, tamaño real. Que tranquilamente podía albergar a toda la clase, que seguramente algún parque de diversiones iba a querer comprarlo, algún día. Todos los alumnos me miraban asombrados. Que tipo con suerte. Tener un papá que te construya un fuerte para uno solo. Esas eran verdaderas vacaciones, si señor.

Pero alguien decidió arruinarme el día.

-Si es verdad, queremos ir a verlo –dijo un “mal compañero” que se llamaba Marcelo Negri.

-¿H…oy? –tartamudeé- hoy no se va a poder, porque mi mamá está muy enferma (a esta altura, una mentira mas era una manchita más al tigre).

-Entonces mañana, ¿o te inventaste todo eso del fuerte? –dijo.

-¿Cómo me lo voy a inventar? Si les digo que tengo un fuerte, es porque es verdad- respondí enojado, mientras me daba cuenta que me acababa de meter en un grave problema.

Ese día volví a casa devastado. Mi propia boca me había puesto entre la espada y la pared. Pensaba que todo iba a terminar en la clase y jamás me imaginé que alguien se iba a empecinar en querer ver mi fuerte. No podía decir que lo habíamos desarmado porque no era lógico, ni mucho menos confesar la verdad, porque iba a transformarme en un muerto político para todo el colegio. Y esa fue la peor noche que recuerdo de toda mi niñez.

Cerca de la una de la madrugada, no aguanté más y me aparecí en la habitación de mis padres, llorando. Les confesé que me había sentido mal por no haber ido a ningún lugar de vacaciones y que me inventé lo del fuerte. Y lo peor es que Marcelo quería venir a verlo mañana, después de clases.

Obviamente, ni vale la pena que transcriba lo que me dijeron y las caras de asombro. Mi madre me miró con cierta lástima y me dijo que iba a tener que confesarles la verdad a todos y pedirles perdón por semejante mentira.

Volví a la cama más destrozado aún e intenté dormirme.

A los quince minutos, sentí a mi papá que me tocaba el hombro.

-Dante, levántate. Y abrígate que hace frío.

-¿A dónde vamos?

-A construir ese fuerte- dijo, y se dio media vuelta.

Y esa noche, casi sin hablarnos y bajo el rocío de la madrugada, ayudé a mi papá a construir un fuerte…o algo parecido. Una vieja cucha del perro hizo de cuartel, unas viejas lonas sirvieron como techo. Algunas ramas de limonero hacían a su vez, de troncos. Y de mangrullo, pusimos una escalera que me ocupé personalmente de tapar con hojas de higuera. Cuando terminamos, casi dos horas después, mi papá, (que por cierto siempre fue un hombre de pocas palabras) me dijo:

-Ahora puedes traer a quien quieras, pero cuando se vayan, tú y yo vamos a hablar, largo y tendido.

El resto de la historia es predecible. Aunque mi amigo comprobó que había exagerado un poco, no pudo negar que lo que yo había dicho era la pura verdad. Y esa tarde, hasta jugamos un rato a los soldados e indios.

Pero a la noche, tuve una charla que no pude olvidar, aún con el paso de los años.

-Lo que hiciste estuvo muy mal- dijo mi papá- y por eso, vas a tener penitencia. Esta vez te salvé porque soy tu padre y no quería que pasaras vergüenza. Pero en la vida, tienes que andar con la verdad, siempre, aunque sea fea o no te guste. La verdad es lo único que te va a ser una persona de bien.

Le pedí perdón y le agradecí por salvarme el pellejo. Pero principalmente por ayudarme a comprender el amor de Dios.

Hoy ya soy un hombre. Y muchas veces, vuelvo a meter la pata. Me equivoco, callo cuando debía hablar o hablo cuando debía haberme callado. Y entonces es cuando voy a la presencia del Señor y le digo que estoy consciente que me equivoqué, pero que por favor…me construya el fuerte. Le digo que si alguna vez mi papá lo hizo, El también puede ayudarme a salir del embrollo. Y en más de una madrugada, siento que el Padre me toca el hombro y me dice que de algún modo lo vamos a arreglar. Y me construye el fuerte. Aunque me haya equivocado, no me deja avergonzar. Paga mis deudas, me saca del lío, saca la cara por mí.

Claro que después tenemos que charlar “largo y tendido”, pero El siempre me ayuda a arreglar esos errores que me devastan el alma.

Si a lo mejor te equivocaste feo, o volviste a caer en eso que prometiste no volver, o si te alejaste de El e hiciste cosas que te da vergüenza solo de contarlas. Yo se que es bíblico el tener que asumir las consecuencias, pero también se que infinidad de veces, El puede transformar tus errores en algo bueno. El es capaz de tapar el error. De protegerte de la vergüenza. De tenerte una solución antes que amanezca.

No te lo olvides nunca.

El es un gran constructor de fuertes.

DANTE GEBEL









PASION POR MULTITUDES

Todavía ME PARECE ESTAR VIVIENDO el momento de las tres famosas preguntas de la vida. Todos nos las hicimos alguna vez, O, por lo menos, todos tuvimos alrededor de trece años de edad., y un buen día las tres grandes interrogantes de la vida hacen que cualquier problema de las Naciones Unidas queden a la altura de un juego de niños. Esfuerza tu memoria y recuerda la mañana en que no te gustó lo que viste en el espejo, y entonces… las tres preguntas. Aparecen sin aviso y sin que las esperes, Es casi injusto que nuestra tranquila Juventud un día se vea perturbada por tres sencillas interrogantes que determinarán nuestro futuro: «¿A qué me voy a dedicar?» «¿Con quién me voy a casar?» y «¿Para que Dios me va a usar?» Trabajo. Matrimonio. Ministerio, Demasiado para una sola mañana.

Es posible que te hayas hecho estas preguntas al cumplir tus primeras dos décadas de existencia, o tal vez en la mitad de tu vida, pero inevitablemente has pasado por esa experiencia. A los trece… o a los cincuenta. Y para afrontar esas cuestiones, uno debe tener una estima de sí mismo saludable. Y ese no fue mi caso. Tengo varias preguntas que le haré al Señor cuando llegue al cielo, y ninguna de ellas tiene que ver con lo teológico. Una de ellas es por que razón tuve que padecer tantos complejos durante mi adolescencia; y aunque para algunos le suene a trivialidad, para mí significó, entre otras cosas, no poder responder a ninguna de dichas tres preguntas. Por alguna curiosa razón me costaba horrores engordar y gozar de un peso normal, lo que me transformaba en alguien extremadamente delgado; y si a eso le sumaba una nariz prominente, tenía frente al espejo a un acomplejado con el amor propio hecho trizas.

Todos los que pasamos por la escuela secundaria conocemos la regla número uno de la popularidad: ¡ser un genio en los deportes! A tus compañeros no les interesa si eres bueno en el examen de Historia o si logras una buena calificación en Trigonometría; lo que realmente impacta es que demuestres que el país esta gestando un futuro futbolista. Nunca entendí esa teoría estudiantil y mucho menos entendí el fútbol ni ningún deporte que implique un esfuerzo mayor a levantar un papel del piso; así que, como estarás suponiendo, no fui popular y nunca me eligieron para jugar ningún deporte. A la hora de armar los equipos de fútbol, siempre quedaba fuera de cualquier posible elección.

Así que yo no podía darme el lujo de pensar a qué iba a dedicarme; estaba demasiado preocupado por mi físico exiguo como para inquietarme por un oficio, un matrimonio o un ministerio.

Nunca olvidare esos días, y tampoco creo que Dios me permitirá hacerlo. Hoy puedo saber perfectamente cómo sufren las chicas con exceso de peso, los muchachos con anteojos, los demasiados altos para su edad, los de baja estatura, los de dientes con frenos o los muy delgados como yo. Cuando uno pasa por esas noches de autoestima destrozada, no las olvida con facilidad. Me ha tocado ministrar a personas con mas de cuarenta años que viven amarradas a
Complejos del pasado. Son dueños de un potencial increíble, pero las heridas del pasado (superficiales o profundas) no les han permitido alcanzar la plenitud de sus vidas. Quizás pertenezcas a ese grupo, o conozcas a alguien que sufrió el ser diferente a la mayoría, pero cualquiera que sea tu situación, espera a que te cuente la historia mas inquietante que jamás hayas oído.
Del palacio al silencio
Esa mañana pudo haber sido una cualquiera. El niño se despertó en su cuna real y alguien le acercó su biberón real. Tenía cinco años de edad y todos en el enorme palacio decían que sería tan buen mozo como su padre.

«Y tan alto como el abuelo», comentaba un cortesano. Era un niño con un futuro prometedor, hijo del príncipe y nieto del rey, nada menos. Tenía un gran parecido con el Ricky Ricon de Hollywood; todo a sus pies, solo tenía que pedirlo.

Pero esa mañana algo interrumpió el desayuno real de nuestro futuro rey; una tragedia, algo inesperado. De pronto el palacio se transformó en un caos. Un mensajero con una mala nueva, y después lo impredecible; gritos, estupor y ruidos poco familiares que el niño de cinco años no alcanzaba a comprender.
«¡El rey y el príncipe han muerto en la batalla’» El niño no conoce el significado de la noticia, o por lo menos no percibe que su futuro va a cambiar de rumbo en los próximos minutos; después de todo, el no tiene por qué saber que ahora comenzará la cacería de brujas. Nadie jamás le dijo lo que podría suceder si su padre y su abuelo murieran el mismo día; es que esas cosas ni siquiera se comentan. .. Hasta que suceden. El no entiende que, al morir el rey, su vida corre un serio peligro, así que no es sorprendente que en medio del alboroto siga jugando con sus juguetes reales.
Pero la nodriza entiende algo más sobre reyes, palacios y herederos al trono; así que toma al niño en sus brazos y corre desesperadamente hacia el bosque. El muchachito tiene cinco años y no tiene la culpa de que su padre y su abuelo hayan muerto en una batalla, un niñito no merece morir por intereses monárquicos.


Pero hubo un error. Un maldito error que el niño no olvidaría por el resto de su vida. La nodriza tropieza y el principito rueda por el piso. Un seco «crac» deja estupefacta a la mujer, y el niño no para de llorar: sus frágiles tobillos están ahora quebrados.

Esta no es una historia justa; el mismo día que queda huérfano de padre y abuelo, abandona el palacio y un tropiezo de quien lo transportaba lo transforma en un tullido, un lisiado, un minusválido por el resto de su vida.
La historia narra que jamás volvió a caminar y que tuvo que vivir incomunicado en el cautiverio, en un sitio llamado Lodebar, el lugar donde los sueños mueren y los reyes se transforman en mendigos.

Ahora ha pasado algún tiempo y el niño ya no tiene cinco años, posiblemente tiene trece o diecisiete, o tal vez treinta. Y llega la mañana de las famosas tres preguntas de la vida: trabajo, matrimonio, ministerio. Pero tampoco le gusta lo que ve en el espejo, y alguien le susurra en el oído que «carece de méritos para responder a las tres interrogantes. No califica.

Se pasó la niñez observando como otros niños jugaban fútbol, trepaban a un árbol o simplemente corrían detrás de un perro vagabundo. El estaba tullido por un error.
Los muchachos crecieron, tuvieron novias, alardearon sobre las chicas de sus sueños y dieron su primer beso. El apenas si podía imaginarlo, estaba minusválido porque alguien lo había dejado caer. Su vida social estaba dañada; pudo haber sido un rey que con solo chasquear sus dedos habría tenido un harén a su alrededor, pero era paralítico… de los pies y del alma. Se llamaba Mefí Bosset.
El relato nos sorprende porque posiblemente todos tenemos una historia triste para contar. Nuestra vida marcha correctamente hasta que un día, sin anunciarse y sin previo aviso, algo nos quiebra los tobillos y pretende cambiar el rumbo de nuestra vida. La niña descubre que ya no puede sonreír cuando su padrastro se aprovecha de su infancia y le roba lo mas preciado que una mujer puede tener; un muchacho siente que su corazón se destroza cuando su prometida lo abandona como si sus sentimientos fueran un juego de naipes; un hombre descubre que su socio lo esta estafando sin importarle todos los proyectos que tenían en común; una dama descubre que su esposo la engaña desde hace tres años con una mujer mas joven; una novia se siente morir cuando su prometido pretende manosearla; una esposa se siente violada por su marido en la noche de bodas y decide tener sexo sin alma por el resto de su vida matrimonial. «Crac». Es el sonido denominador común de todos los casos. Alguien de pronto nos hace caer, dejándonos tullidos del corazón, paralíticos del alma.
Sin duda lo más doloroso es que en ocasiones las personas de quien más dependíamos son las que nos dejaron rodar por el piso. De pronto la frase de una madre exasperada por los nervios nos sentencia en nuestra adolescencia: «¡Nunca cambiarás!» «¡Inútil!» «¡Torpe!» «¡Tú no eres como tu hermano!»; palabras que nos quiebran los tobillos dejándonos a la vera del camino. Parecen frases inofensivas y hasta justificadas, pero nos marcan a fuego y en ocasiones pretenden determinar nuestro futuro.

Recuerdo que dibujaba una sonrisa cuando alguno de mis hermanos comentaba: «Dante será cada vez más flaco», y hasta soltaba una carcajada cuando el profesor de Educación Física se burlaba de mis piernas endebles para los deportes; y también supe disimular cuando un líder me señaló con su largo dedo índice y sentencio: «Nunca Dios te utilizara, Él no usa a los rebeldes», pero por dentro sentía que esos «crac» intentaban arrancarme del palacio y transformarme en mendigo.
Claro que mi historia, como la de Mefi Bossct, no tiene un mal final. La Biblia narra en 2 Samuel 9 que una tarde el rey David (que había relevado en el trono a Saúl) pregunta .si acaso existe alguien de la antigua monarquía, de la casa de Saúl, que pudiese estar vivo, ya que el rey desea cumplir un viejo pacto hecho con su difunto amigo Jonatán. Alguien cercano al trono, llamado Siba, le comunica al rey David que, efectivamente, en Lodebar se encuentra el hijo de Jonatan, el nieto de Saúl, alguien a quien le correspondía el palacio… pero que vivía en el cautiverio. Y entonces ocurre lo impredecible, el rey quiere que busquen a Mefi Bosset y lo traigan a su mesa. David desea devolverle su condición de príncipe.
Ese día siempre llega para los minusválidos del alma. El vocero del Rey irrumpe un día en tu Lodebar, desenrolla un pergamino y lee en voz alta: «El edicto real proclama que regresas a tu lugar de origen, pasando por alto tus heridas y complejos. El Rey ha dispuesto que te sientes a la mesa junto a los demás comensales, a partir del día de la fecha».
Aquel que nadie quería en su equipo de fútbol de la secundaria, de pronto pasa a Jugar en las ligas mayores. El que fue llevado en brazos del palacio al silencio, ahora regresa en brazos del silencio al palacio. Mefi Bosset ha vuelto a casa, a sentarse a la mesa real, donde las gorditas olvidan su peso y los de baja estatura se sienten gigantes; donde los tobillos cicatrizan y la caída solo es un recuerdo del pasado.

Cicatrices que perduran
No podría terminar este capitulo sin agregar algo fundamental que oí de un hombre de Dios llamado Italo Frígoli: «Las heridas sanan, pero no te avergüences de la cicatriz; recuerda que hay Alguien que lleva cicatrices en sus manos y no se avergüenza de tenerlas».
Cuando teñía unos quince años me accidenté en una carpintería y me lastime los dedos de la mano derecha; me hicieron una pequeña operación y me colocaron un yeso. El medico dijo que cuando me quitaran las vendas tendría que ejercitar los dedos hasta recuperar la movilidad normal, y así sucedió. Pero ocurre algo curioso con mi mano hasta el día de hoy. Cuando hay humedad en la atmósfera, siento un leve dolor en los dedos; la molestia me recuerda que hace quince años algo le sucedió a mi mano derecha. No hay nada defectuoso en ella, pero en los cambios de temperatura me doy cuenta de que alguna vieja molestia aún perdura. No hay infección ya que pasó mucho tiempo, pero la marca se hace sentir de tiempo en tiempo.

Todos los que estuvimos alguna vez en Lodebar hemos sido restaurados en la mesa del Rey, pero nos enojamos cuando regresan los recuerdos del cautiverio, nos molesta que Dios no nos haya borrado de la mente el día en que alguien nos dejó caer. Ya no esta en el corazón,aunque en ocasiones regresa a la mente.
He orado muchas veces respecto a este tema. Una noche, luego de una reunión que celebramos en Uruguay, el Espíritu Santo me mostró de manera clara que los cristianos tenemos aproximadamente un año de «vida fértil», ese famoso tiempo del «primer amor», en el cual le predicamos a todo el mundo. Casi no podemos creer que Dios nos haya rescatado de nuestro Lodebar, así que queremos hacer por otros lo que hicieron por nosotros; vamos en busca de los Mefi Bossct, de los otros paralíticos del alma. Luego de un tiempo, nos transformamos en religiosos y nos olvidamos de los quebrados. Los demás tullidos dejan de ser almas necesitadas del amor de Dios para transformarse simplemente en «los mundanos», y olvidamos que nosotros también una vez necesitamos de alguien que nos fuera a buscar.
Es que la mesa del Rey es tan confortable, que se nos hace frágil la memoria. Por eso el cambio de clima evoca tu vieja herida. Ese recuerdo del pasado regresa por un instante para que rememores que mientras lees estas líneas, hay otros que sueñan con volver al palacio y sentarse a la mesa.

El deseo del Rey es que nunca te sientas demasiado cómodo como para desistir de ir a buscarlo.

DANTE GEBEL


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